Entre el cielo y el suelo
Por Magdalena Bock
De Patricio Goycoolea, ese hombre buenmozo, alto y acostumbrado a lo bueno, que hacía suspirar a las mujeres, sólo queda la estampa de lord inglés. Lo dejó todo para transformarse en un monje zen, dedicar su vida a la meditación y al desapego total. Ahora lo siguen del mundo entero.
Cuando Jikusan salió del monasterio en Japón lo primero que hizo fue ir al correo para mandar un telegrama. Cómo nunca aprendió a hablar japonés -dentro del monasterio casi no se hablaba en ningún idioma-, el que lo atendió no supo cómo mover las manos para explicarle que eso de los telegramas ya no se usaba, tampoco pudo explicarle con mímica que para comunicarse tenía que tener un mail. Habían pasado diez años desde que Patricio Goycoolea había entrado al monasterio, en el intertanto él se había hecho monje zen, lo habían bautizado como Jikusan, que significa compasión del cielo, y se había acostumbrado a una vida de silencio, paz, meditación, desapego y comida vegetariana. No se reconocía ni a él mismo. Estaba flaco, le había cambiado el cuerpo por la meditación, el yoga, el arroz y la sopa miso, se había afeitado la cabeza y la barba y como en el budismo zen la vanidad no tiene cabida, tampoco tenía espejos para mirarse. Sólo se había visto de reojo reflejado en el vidrio de alguna tienda durante sus pocas salidas al exterior.
En la vida real, la tecnología avanzaba y los inventos más insólitos formaban parte de la rutina de todos los mortales. “A veces cuando mendigaba me llamaba la atención ver a tanta gente sentada mirando las pantallas del computador, pensaba que estaban viendo películas muy populares”. Este avance fue lejos el que más le sorprendió.
La historia de este hombre espiritual, buenmozo, alto (mide 1 metro 88, lo que en Oriente le significó cientos de golpes en la cabeza cada vez que entraba o salía de las casas construidas para los asiáticos) y descendiente de una de las familias chilenas más tradicionales, podría ser la del guión de una película de Hollywood, o más bien de Bollywood, porque su vida está mucho más marcada por Oriente que por Occidente.
Casi todos sus parientes tienen nombres de calle: Candelaria Goyenechea era su tatarabuela, Rosario Espoz su abuela, Narciso Goycoolea su padre y Ada Zerbi, su madre, cuyo nombre no está en el mapa terrestre de la ciudad, pero sí marcó un hito en el aéreo. Fue la primera mujer chilena en cruzar sola la cordillera de Los Andes en un avión pequeño. Todo partió de una discusión con su marido porque no la quería llevar a Buenos Aires. Como era de armas tomar, decidió partir sola con una que otra instrucción, “cuando veas dos valles no te tienes que ir por el grande porque ahí es donde se ahogan todos los aviones, tienes que doblar a la derecha, por el más chico, por Portillo”, le aconsejó Narciso Goycoolea, como quien da las indicaciones para salir a la carretera. Llegó bien y por eso hasta el día de hoy, que tiene 92 años, la recuerdan en las ceremonias de la Aeronáutica Nacional y le mandan trofeos.
Además de tener avión, cuando la gente no tenía ni auto, la familia de Patricio era dueña de uno de los fundos más grandes de Santiago. Empezaba en Santa María de Manquehue y terminaba donde está el Centro Comercial Lo Castillo. Su casa todavía se puede ver entre Espoz y Juan Bautista Pastene, aunque antes el terreno, que hoy está dividido en varios edificios, ocupaba varias cuadras; muy cerca, donde estaba el Multicine Vitacura, se encontraba la lechería, donde Pato junto a sus tres hermanos y una hermana iban a ordeñar las vacas, otras veces andaban a caballo por lo que actualmente es Vitacura, elevaban volantines o iban en bicicleta a ver las chancheras, al gallinero o a sacar comida del huerto. “Era un paraíso vivir así, nunca se hablaba de dinero, consumíamos lo que producía el campo, había de todo, pero en la justa medida, ni demasiado ni muy poco. Tampoco había dónde ir a comprar, menos para un niño. Mi familia jamás fue muy consumista, no por tratar de no serlo, sino que porque esa era su naturaleza. Si necesitabas algo podías ir hasta Providencia, donde habían unas pocas tiendas que anotaban todo lo que se compraba en una cuenta, entonces tampoco sabía que las cosas tenían precio. Fue una infancia tan rica, todo tan práctico, mi padre se dedicaba al campo, mi mamá era dueña de casa, los empleados que había en la casa eran tan cariñosos…”. Estamos hablando de hace más de 60 años, cuando la ciudad eran casi puros senderos de tierra y a la altura de la rotonda Pérez-Zujovic, que todavía no existía, había un retén de carabineros de adobe. “Ahí incluso cambiaba la temperatura en unos dos grados”.
Sus papás lo matricularon en el colegio Trewhela’s, en la calle Las Camelias, que era el único que enseñaba inglés. “Ellos nunca supieron inglés y ya entonces sentían que se estaban perdiendo de mucho, así que se empecinaron en que yo aprendiera”. Desde el primer día de clases su mejor amigo fue el decorador Juan Pablo Molyneux, “andábamos siempre juntos para arriba y para abajo, haciendo todo tipo de travesuras. Luego coincidentemente, aunque nuestros papás no se conocían, nos cambiaron al mismo tiempo a The Grange School. Como éramos más grandes en las noches a veces nos escapábamos a unos cabarets muy ordinarios que había por allá por Recoleta. Lo más excitante era ver si nos dejaban entrar, nos poníamos hombreras grandes y nos pintábamos bigotes, teníamos unos 13 años. A los 14 nos fuimos juntos a Europa de viaje de estudios. Había una promoción de la línea aérea Boac, por sus aviones Comet 4, los primeros a reacción, sin hélice, muy retro. Chile era una isla, yo sólo había ido a Mendoza con mi familia, y era considerado lejos”. Hasta hoy se ríe acordándose cómo en medio de ese Chile color beige, Juan Pablo Molyneux decoraba sus piezas con una audacia nunca antes vista. Pintaba todas las murallas negras, o las empapelaba con posters de cine, a veces dibujaba en el techo una cúpula con perspectiva. A medida que iba creciendo le iban dando permiso para decorar el resto de la casa y luego la de los amigos de los papás. Otra historia...
La adolescencia de Patricio fue tranquila, como la de cualquier joven de la época. Iba a fiestas, fumaba cigarros sin filtro y tomaba gin como todos sus amigos. “Uno está condenado a tomar en esta sociedad, así que siempre consideré que eso era lo que había que hacer. Más tarde me di cuenta que nunca me había gustado tomar, ni por el sabor ni por el efecto”. Pero eso fue mucho después. Faltaban todavía años de fiestas y trasnoches, tragos en el club, mujeres y jet set.
Hasta ahora es un misterio para él y su universo cercano que haya decidido estudiar ingeniería comercial. La verdad es que hubiera sido una sorpresa que estudiara cualquier cosa, era de esos pocos privilegiados que podría no haber hecho nada y no haber trabajado nunca en su vida. Eso no lo dice él, no diría algo así, sino que su íntima amiga Mónica Oportot. Pero Patricio nunca se sintió “ni ingeniero ni comercial”, dice que era bien malo para los negocios. Ejerció poco tiempo, “unos dos o tres años de chaqueta y corbata y un aburrimiento espantoso. Bostezaba todo el día. Recuerdo que en un lugar que trabajaba había un mapa grande en la pared de la sala de reuniones y yo siempre me sentaba al frente para mirarlo y me perdía en sus países. Cuando me preguntaban algo yo no sabía ni qué contestar”.
Lo que sí le gustaba, y mucho, era la fotografía. Era muy bueno, casi todos los diarios y revistas importantes del mundo publicaron alguna vez sus imágenes, Larousse, Life, Daily Telegraph, entre muchos más. A los 23 años decidió dedicarse a ello por completo, una rareza para la época porque era considerada un hobby, no una profesión. Comenzó a trabajar en Buenos Aires, donde había mucho más campo, siempre fue free lance, las revistas de las tarjetas de crédito eran sus mayores empleadores. Ahí empezó a dedicarse a los reportajes de viajes.
Mónica ya era su amiga en esos años: “muchas veces me tocó quedarme en su departamento que estaba ubicado en un barrio muy chic de Buenos Aires. Era muy refinado, como sigue siendo, muy minimalista, tenía poquitas cosas, pero todo muy lindo. En las mañanas nos despertaba tocando alguna pieza de piano, así sabíamos que había empezado un nuevo día… Era un príncipe, muy buenmozo, con muchos recursos, soltero, muchas mujeres querían conquistar su corazón. Pero dentro de todo lo glamoroso que podía ser, siempre fue una persona muy enigmática, de esas que se guardan algo, que no ponen toda la carne sobre la parrilla, y eso lo hacía más encantador aún”.
Ya entonces a Patricio le gustaba sentarse en el suelo, y donde viviera le cortaba las patas a las mesas y a las sillas, como se hacía en Oriente. No existía Internet obviamente ni demasiada información, nunca se oía hablar de Buda ni de Krishna, pero a él igual le atraía saber de esas culturas lejanas, libro que encontraba, libro que se devoraba.
En los 70, con su trabajo de fotógrafo se transformó en un eterno viajero, recorrió el mundo, Argentina, Brasil, Bolivia, Madagascar, Kenia, Tanzania, Zanzíbar, Ciudad del Cabo, Johannesburgo… Trabajaba con agentes, él mandaba los rollos y el texto y ni sabía en qué medio lo publicaban, “creo que nunca vi reveladas la mayor cantidad de fotos que tomé”. Viajaba solo y conocía a gente en todos lados, “desarrollas la habilidad de hacer amistades, tenía amigos en todos lados, aunque ahora miro para atrás y no me acuerdo de nadie”, dice con su humor negro tan terrenal.
En uno de esos viajes pasó por Londres y como pasa casi siempre en las historias de amor, por casualidad, el día que se volvía a Buenos Aires, conoció a la que sería su mujer en un almuerzo. Esa misma noche se fueron a vivir juntos. Patricio no volvió a la capital Argentina, de hecho no volvió nunca más, dejó “botado” su auto, su departamento, el piano… “Me ha pasado muchas veces en mi vida que de repente me voy y no vuelvo más”.
Luego de vivir un año con la inglesa Victoria Rose, que también venía de una familia muy tradicional, el año 78 decidieron casarse y, a pesar de que ellos lo hubieran hecho con una sencilla ceremonia en el registro civil, tuvieron que seguir las costumbres de la elite británica de entonces: rolls royce, trompetas, fiesta grandiosa en el elegante Naval and Military Club, popularmente llamado el club del in & out, un hombre impecablemente uniformado que golpeando un bastón anunciaba la llegada de cada invitado, sombreros de copa y guantes blancos.
Recién casado lo llamaron para que participara en un importante concurso del Daily Telegraph, él no quería “porque nunca he sido competitivo”, pero finalmente aceptó. “Tenía unas fotos preciosas del icónico edificio de Inglaterra Glastonbury Tor, y unas con defectos que iba a votar a la basura. Como no quería perder las bonitas, mandé una más o menos y, para mi sorpresa, gané. Fue una gran decepción. Cuando Lord Mountbatten me entregó el premio, yo tenía ganas de decirle come home and I’ll show you the good one. Gané harta plata y pasajes, lo que presagiaba una buena carrera, pero con mi mujer ya habíamos decidido que íbamos a viajar por varios años”.
Recorrieron Africa, India y diferentes islas de la Polinesia. “Era exquisito vivir así, lo pasábamos muy bien, pero de todas maneras cada cierto tiempo a mí me venían grandes crisis. Nada me daba una satisfacción real, me aturdía no más, era como la canción de los Rolling Stones, I cant get no satisfaction, la oía y me sentía tan identificado”.
Después de unos tres años de viajes, en 1982 llegaron a Chile y nació su primera hija Nármada, en honor al largo río que corre por el centro de la India. Mónica Oportot era muy amiga del matrimonio en esos años. “Como Vicky no tenía familia en Chile nos hicimos muy cercanas. Ella había estudiado en Le Cordon Bleu y cocinaba magnífico, era muy cómica. Después con el tiempo supe que toda esa maravilla colapsó”.
Luego de dos años volvieron a Londres y nació Pedro León en medio de un matrimonio que tambaleaba y un papá deprimido. Un día Vicky se fue con los niños y Patricio no supo más de ellos por unos 15 años. “Fue muy triste, pero yo le encuentro toda la razón que me haya dejado porque yo estaba en un bajoneo constante, debe haber sido insoportable vivir conmigo. Llegó un punto en que pensé que la vida no podía ser así, tenía que buscar una solución”.
Ahí tocó fondo. “Estaba completamente perdido”, se acuerda, “seguí haciendo fotografías en lugares que supuestamente eran top, aunque a mí ya nada me parecía top. Iba a Marbella, me rodeaba de mujeres famosas, iba a muchas fiestas… Dije o me tiro por la ventana o hago algo al respecto”.
Le dejó absolutamente todo a su mujer y a sus hijos (en este punto aún no se había producido la separación total) y partió a la India con 50 dólares, pasaporte, un pasaje de ida que le había regalado un amigo y nada de equipaje. Eligió este destino porque había leído en libros de la India que el apego era la causa del sufrimiento y que en la medida que se consiga desapegarse el sufrimiento desaparece. “Quise encontrar a alguien que lo hubiera vivido y pudiera explicármelo. Después me di cuenta que se trata de un entender no entendiendo, es de tan alto poder que los sabios arguyendo jamás le pueden vencer, porque no llega su saber a no entender entendiendo”.
Bueno, no entendimos nada y hasta ese momento Patricio tampoco. Llegó al río Nármada y pasó un año caminando por su orilla, “era un renunciante en la India”. Ahí es costumbre el peregrinaje que consiste en caminar el río desde su fuente hacia el mar y viceversa, unos 1.500 kilómetros que se deben recorrer en tres años, tres meses y tres días, sin zapatos, sin hablar y sin dinero. Los locales saben en qué situación se encuentran los peregrinos, y los cuidan, les van dando comida, ropa, etc. Patricio no sabía el idioma, así que igual no podía hablar, ni tampoco tenía zapatos. Estaba totalmente desconectado del mundo, no existían los celulares y llamar por teléfono de la India era un trámite engorroso imposible de realizar. “Había colas de gente a la orilla de la telefónica que dormían días completos para no perder su puesto y lograr hacer un llamado”.
En eso se encontró con un antiguo amigo indio que años antes había conocido en Bombay, cuando era muy joven y estaba empezando a trabajar en la dirección de cine. Incluso Patricio y su mujer participaron en algunos de sus primeros largometrajes. Se habían hecho amigos en condiciones muy distintas: el chileno tenía muy buen pasar, le regaló su reloj Omega, sus zapatos, y sus jeans para ayudarlo, todo a cambio de su túnica blanca. Ahora él era un hombre extremadamente flaco que no tenía nada que ofrecer y el otro uno de los directores de cine más importantes de Bollywood, casado con la actriz del momento. Eran las estrellas. El fue quien ayudó a Patricio para que pudiera partir a Nepal e internarse en un Ashram de yoga, donde estuvo aprendiendo durante seis meses con Swami Sushil Battacharya, un profesor que era un verdadero elástico. Practicaba yoga todo el día, todos los días. Y fue ahí donde uno de los integrantes le contó que muy cerca había un hombre fascinante que durante las tardes hablaba de la doctrina zen. “Me llamó la atención, decidí ir e inmediatamente me empezó a cambiar la vida”.
TU NUEVO NOMBRE, JIKUSAN
“La meditación zen apunta directo al desapego, directo a la mente. Este maestro era un señor que trabajaba en un hotel y que en las tardes, cuando volvía de su trabajo a su casa, se ponía un manto y comenzaba a hablar del zen. Mucha gente llegaba a oírlo. Yo iba todas las noches que me lo permitían. Estaba fascinado. Me empezó a cambiar la vida en forma extraordinaria. Fue exquisito, como que el tremendo andamio que andaba trayendo encima se vino abajo”. Lo más importante de la práctica zen es el zazen, que quiere decir meditación sentado. No es fácil, ni cómodo. Implica adoptar la postura del loto, con piernas cruzadas, bien derecho, frente a una pared blanca. Después de un rato duelen las piernas, las rodillas, la espalda, pero dicen que el cuerpo se acostumbra. La actitud mental también es fundamental, “surja la idea que surja en la cabeza hay que dejarla pasar, no se trata de rechazarla, pero tampoco de quedarse pegado”. Según Patricio apenas desarrollas esta habilidad no quieres parar, la vida se vuelve más grata tanto para el protagonista como para los que lo rodean. “Es algo inexplicable, hay que vivirlo, aunque por supuesto no es para todo el mundo. No sé en qué está, pero con el tiempo he visto que hay gente que lo pesca y otra que no lo pesca. Nunca ha sido una práctica mayoritaria”.
Después de un año volvió a Inglaterra, quiso saber de sus hijos, pero no tuvo noticia alguna. En eso estaba cuando parte de Chile se remeció bruscamente por el terremoto del 85 y le pidieron que hiciera un diaporama para reunir fondos.
Volvió a nuestro país y se encontró con su familia y gente que no veía hace muchísimo tiempo, pero nunca sintió ni un grado de prejuicio ni desconfianza frente a su nuevo estilo de vida, “la gente esperaba algo así de mí, no fue una sorpresa, todos mis conocidos me apoyaron”. Durante ese viaje conoció a su gran amigo y seguidor, Benjamín García-Huidobro. Fue justamente mientras presentaba su diaporama en el restorán La Candela que Benjamín, entonces vestido de uniforme del Saint George, llegó por la mamá de un compañero a mirar la exposición, y aunque Patricio tenía 38 años, se hicieron inseparables, “Lo conocí e inmediatamente me cautivó mucho. Era una persona enigmática, un hombre muy fino, como un lord inglés, que hablaba de la India, Japón… El me enseñó a ver la verdad, lo esencial, lo que realmente hace feliz. Hasta el día de hoy me pego a él cada vez que viene a Santiago, sabe mucho y es una persona muy divertida, tiene un humor negro genial… Es una de las personas que más me ha influenciado”.
Patricio se quedó un tiempo en Chile haciendo algunos trabajos de fotografía, enseñando yoga y un poco de meditación zen, hasta que la revista Visa le pidió que fuera a hacer un reportaje sobre el zen en Japón. Sorprendentemente no quería ir, no le gustaba la comida, y le costó muchísimo reunir información sobre monasterios que pudiera fotografiar. Sólo pudo averiguar de uno en la ciudad Obama, partió a regañadientes y finalmente se quedó ahí durante diez años.
“Cuando llegas a un monasterio te reciben inmediatamente. Estaba feliz, no podía creer que se pudiera vivir así. Nunca jamás tuve ganas de irme, ni por un instante. Pasé sonriendo tres años seguidos, me embromaban por mi cara, pero como no habían espejos no podía mirármela… Eso es muy sanador”.
Aquí la rutina era verdaderamente rutinaria, todos los días lo mismo, se levantaban a las 3:30, a las 4 meditaban durante 40 minutos, trotaban durante 20 y hacían yoga 20 minutos más, luego nuevamente meditación, canto de sutras y tipo 7 tomaban desayuno, siempre se comía arroz. Más tarde empezaban los trabajos, a cada miembro del monasterio (eran alrededor de 25) se le asignaba una actividad, que podía ser carpintería, aseo, cocina, etc. A las 11:30 era el almuerzo, arroz con verduras, tofu y sopa miso. “Lo más sorprendente era que me fascinaba el almuerzo. Nunca me aburrió y me sentía tan bien”. Después continuaban con los trabajos hasta las 4, cuando comenzaban los cantos de sutras por una hora. A las 5 comían las sobras del desayuno y el almuerzo, de 6 a 9 meditaban y luego se acostaban.
Mucha paz, pero no era una vida fácil. En invierno nevaba mucho, no tenían ningún tipo de calefacción y tenían que salir descalzos a buscar la comida enterrada bajo metros de nieve. Eran tantos los sabañones que cuando les tocaba bañarse, cada cuatro días en tinas de agua caliente, todo les dolía.
Es un estilo de vida que implica desconectarse totalmente del resto del mundo. Sólo los monjes del monasterio podían salir para ir a mendigar. Se vestían con el traje medieval, sombrero de bambú y sandalias de paja tejidas por ellos mismos para ir cantando por las calles y los campos. Generalmente los ayudaban con dinero o arroz y como agradecimiento daban un papel con un mensaje de “buena onda” escrito por el maestro del monasterio. No podían hablar con nadie.
La primera vez que Patricio salió a mendigar todavía no era monje, pero fue tanto lo que insistió que hicieron la excepción y ese mismo día decidió que se ordenaría de monje. Durante todo el proceso se van afeitando la cabeza, dejándose sólo una colita finita de pelo que se corta el día de la ceremonia, en señal de desapego. Pero esto es sólo el cambio físico, el cambio espiritual es enorme. Ese día comenzó a llamarse Jikusan y dejó atrás el hombre que había sido.
La práctica zen no es una religión, no es imperativo cortar con nada, pero la actitud frente a la vida debe dar un vuelco total. Para empezar hay tres preceptos básicos: no tocar el mal, no aferrarse al bien y vivir aquí y ahora. “No significa que no se puedan hacer proyectos a largo plazo, es más bien actuar aquí y ahora, no sufrir por el pasado, no perderse en el presente ni en lo que vendrá mañana”. ¿Y qué pasa si hoy mismo tienes un dolor enorme que te impide disfrutar el aquí y ahora?, le preguntamos incrédulos. “Entonces tú disfrutas ese dolor, puedes disfrutar el llanto, porque estás vivo, porque una combinación impresionante de situaciones te llevaron a cristalizar ese momento. Creo que todas las cosas malas son bendiciones disfrazadas, y que todo pasa para mejor. Si quieres ir contra la corriente, sufres”. Y para ejemplificar nos cuenta una anécdota, “el año pasado, en la India, me vino una fiebre tifoidea espantosa. Estaba solo en la mitad de las montañas. Bajé tiritando a un pueblito y, como allá están acostumbrados a que se muera gente en la calle, me miraban y nadie levantaba ni una ceja. Me fui en taxi a un hospital, de esos llenos de gente en los pasillos, donde no sabes si están vivos o muertos, y el doctor me mandó a hacerme unos exámenes. El laboratorio era increíble, todo futurista, esas cosas raras que se ven en la India, y cuando confirmaron que era fiebre tifoidea me dieron unos antibióticos. La cosa es que mientras me mejoraba me acosté en una cama y alucinaba de lo mal que me sentía, despertaba mojado y me corría al lado seco de la cama y seguía alucinando. Era tan rico. Disfruté el estar enfermo, el alucinar, el sentirme pésimo”.
Retrocediendo a los años del monasterio, Jikusan decidió que seguiría de por vida la dieta Satwica, no es requisito de los monjes, pero él se lo había propuesto como una especie de manda por doce años, y luego lo prolongó para siempre. No come carnes ni mariscos, ni huevos, ni ajos ni cebolla (porque perturba la meditación), tampoco fuma ni toma trago, “que considero la apoteosis de la imbecilidad humana”.
Mientras se encontraba en Japón, en TVN decidieron hacer un reportaje de este monje chileno y gracias a él llegó a verlo mucha gente, entre ellos un abogado muy convincente que lo invitó a formar una sala de meditación en un pequeño hotel del Valle del Elqui. Coincidentemente a Jikusan ya le estaban dando ganas de volver a Chile, “se me produjo la necesidad profunda de compartir en mi país todo lo que me había pasado”.
Pero se demoró un año y medio en llegar. En el intertanto peregrinó por monasterios en China, Tailandia, Sri Lanka, India… Durante su largo viaje conoció a un inglés casado con una japonesa que tenía un hijo que se había hecho monje. Ellos le encargaron transformar el granero de su casa de campo en las afueras de Londres en una sala de meditación. Y así lo hizo.
La casa había pertenecido a Sean Connery y permanecía sola la mayor parte del tiempo porque sus dueños vivían en Hong Kong. Jikusan se instaló por meses en este castillo con una maravillosa huerta, lechería, empleados y una cocina a petróleo que funcionaba las 24 horas del día. Inmediatamente comenzó a llegar mucha gente a meditar, incluida la duquesa de Badminton, quien lo invitaba a andar a caballo y hasta le dejó estacionado en la puerta un BMW con estanque lleno y chofer. “Pero nunca lo ocupé, porque lo único que hacía era meditar”.
Entre los asiduos también había una señora que tenía un niño que a Jikusan se le imaginaba muy parecido a su propio hijo. Comenzó a buscar a su familia y cuando la encontró se dio cuenta que vivían muy cerca. De a poco se fueron reencontrando y hoy puede decir que hablan “de tanto en tanto”. El 2000 vino Pedro León a Santiago después de que no se habían visto en años, entonces tenía 18 años, “lo fui a buscar al aeropuerto y vi salir a un joven increíblemente buenmozo… Pensé ojalá fuera mi hijo tan buenmozo, y era él”. Con su hija Nármada hizo un viaje a la India hace tres años. Se quedaron por un mes y meditaron juntos todos los días.
Finalmente el 2001 volvió a Chile y durante siete años se quedó en el norte, donde fundó el centro de meditación El Zendo, primero en el hotel de su amigo en el Valle del Elqui, luego en otros lados, pero lo que más rescata de esos años son las clases de meditación que hizo en distintas cárceles, como la de La Serena, Iquique y Arica. Hace unos años se topó con un hombre en la calle, que se le colgó a los brazos llorando y agradeciéndole cómo le había cambiado la vida. “Me dijo que gracias a la meditación había recuperado a su familia y que además le estaba yendo bien a su negocio”.
Pero los pueblos del norte, ruidosos y plagados de karaokes terminaron por cansar hasta al monje. Y justo en ese momento –su vida está llena de este tipo de coincidencias–, apareció un amigo que le ofreció hacer un monasterio en un lugar silencioso. “Yo he visto cómo a este hombre se le abren las puertas”, dice su amigo Benjamín a propósito de la suerte que lo acompaña donde vaya, “él va por la vida sin ningún prejuicio, sin intenciones, y por eso mismo cae sentado. No tiene ni un peso, sus pocas pertenencias llegan a dar risa, creo que sólo tiene un revolvedor de té, una tetera de fierro y un hervidor eléctrico, pero si va a Estados Unidos seguramente va a terminar comiendo con Obama. Y eso es lo lindo que tiene la doctrina zen, que a pesar de que implica renuncia, no tiene ninguna amargura, ni reniega del lujo. O sea si a Jikusan lo invitan de viaje en Business y al mejor hotel, él va a partir feliz”.
El proyecto del monasterio iba en grande y a todo dar, “pedí una tostada y me querían dar una torta de novia”, pero en ese momento llegó la crisis financiera y hubo que suspender las obras.
Pensando en el aquí y el ahora como acostumbra, se le presentó una gran invitación que lo tuvo viajando por una serie de monasterios de Oriente durante dos años. Mientras estaba en Bangkok se encontró con otra amiga muy querida, que tenía una casa en Tunquén que incluía una pequeña casita para el cuidador. Le ofreció transformarla en su casa y el garage en la sala de meditación de El Zendo. Ahí está instalado desde hace un año. De jueves a lunes organiza retiros de meditación, donde se sigue una rutina similar a la del monasterio en Japón, con la diferencia que la levantada es a las 5 de la mañana.
Cada vez que puede se arranca a Santiago, “más que nada para estar con mi vieja”, pero generalmente su casa está llena, viene gente de otros países a meditar guiados por este referente de la doctrina zen. Y quienes ahí han estado están convencidos de que junto a él siempre se aprende algo nuevo…. Como dice su amigo, el doctor Fernando Zegers, “Jikusan, a quien considero mi hermano, es una caja de sorpresas, pero una caja que está siempre abierta”.
Fuentes: Revista ED (Estilo de Vida) - Chile
1 comentario:
Muchas Gracias.
Es maravilloso saber algo más del Jiku.
Buen zazen
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